Una de las frases afortunadas del malogrado candidato del PRI a la presidencia de México, Luis Donaldo Colosio, fue aquella en la que afirmaba provenir de la “cultura del esfuerzo”. Esas tres palabras son de utilidad general para quien desee expresar de manera sintética cuál es el camino para lograr metas positivas en forma honesta. El esfuerzo, como una forma de vida, es digno de ser incluido como una norma moral de cada ser humano.
Es de suponerse que el deber de toda institución educativa es educar a sus alumnos en ese concepto. El esfuerzo es el medio para lograr honestamente los propósitos del educando, pero cuando en lugar de promover ese criterio, se recurre a la promoción selectiva de acciones que pretenden pasar por encima de la evaluación cotidiana de un profesor, lo que se promueve no es la honestidad del trabajo cotidiano y perseverante para alcanzar una buena educación, sino el aprendizaje de los caminos torcidos en los que se aprovechan los puntos débiles de una legislación escolar oscura y desordenada.
La autoridad universitaria no puede decir que le son ajenos los contubernios entre coordinadores de programa, jefes de departamento, y ciertos alumnos. La ley orgánica número 4 pone en manos de cada Rector, Vicerrector y Director(a) de División, todos los hilos para disciplinar a sus subordinados. Me refiero a los jefes de departamento y a los coordinadores de programa.
Cuando se promueve desde esos puestos la inasistencia a exámenes de regularización, “al cabo que luego lo impugnamos y pedimos revisión de examen por parte de una comisión ad hoc”, no hay trabajo de profesor alguno que valga.
Se supone que el deber primario de todo coordinador de programa es procurar la continuidad y la calidad del proceso educativo, pero eso no se logra enseñando a los alumnos los caminos torcidos y las malas mañas.
La autoridad universitaria en su conjunto tiene un severo problema en el que los hechos vienen a demostrar que la “educación en valores” es una frase, pero nada más.
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