Al occidente de la
ciudad de Hermosillo, Sonora, a doce kilómetros del campus de la
Universidad de Sonora, se ubica un estadio de béisbol que, por
ahora, se llama estadio Sonora.
Hay dos accesos al
estadio y uno de ellos se llama calle Héctor Espino, en recuerdo del
mejor bateador que alguna vez jugó para el equipo de los Naranjeros
de Hermosillo.
Siendo una
construcción nueva, alejada de la ciudad, todavía se respira allí
cierta tranquilidad que pronto será destruida por los proyectos de
fraccionamientos que ya están en desarrollo. Todavía se siente el
ambiente del campo pero no se puede transitar por esos terrenos
porque están llenos de letreros amenazantes.
Un caballo y un
burro pastan apaciblemente a casi dos kilómetros del estadio. El
asno es muy confiado y se acerca a los transeúntes que van a pasear
en bicicleta cuando el Sol empieza a caer.
Extrañamente,
encontré sobre un montón de basura unas plantas de algodón y las
fotografié para que quienes lean estas líneas conozcan la planta de
la cual salen una buena cantidad de sus prendas de vestir.
Pero quiero contar
además otra historia. Vean la foto que sigue, donde hubo antes un
capullo de algodón, se aprecian las puntas agudas (como espinas) de
la planta.
Aunque la primera
máquina exitosa cosechadora de algodón se inventó en el año de
1943, en la década de los años 1960 todavía se recurría a la mano
del hombre para recoger el algodón. Era más barato y no se
desperdiciaba nada.
Los campesinos
mexicanos viajaban hasta Estados Unidos para ganar algunos dólares
y, entre otros trabajos, uno de ellos era la cosecha de algodón. Un
tío mío, hermano de mi padre, fue uno de esos muchos braceros que
estuvieron allá. Una vez me contó que terminaban con las manos
sangrando con esas puntas agudas, y como no debían manchar el
algodón, tenían que limpiarse con cuidado y con frecuencia. Con el
paso de los días, los dedos se les llenaban de cicatrices y el
problema “se resolvía”.
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