Introducción
La ley orgánica de la
Universidad de Sonora, que conocemos como “la ley 4” de manera coloquial, fue
anunciada por Manlio Fabio Beltrones desde el día mismo de su toma de posesión,
el 22 de octubre de 1991 e impuesta el 25 de noviembre siguiente.
En los 35 días siguientes se
reunieron sus redactores en el ahora llamado Plantel Ernesto López Riesgo del Colegio
de Bachilleres de Sonora y formularon un sueño guajiro que los diputados del Congreso
del Estado asumieron como propio.
La imposición de la
legislación que nos ocupa se llevó a cabo con el más puro estilo gangsteril del
entonces gobernador.
El 22 de octubre de 1991 el
gobernador Beltrones anunció que se modificaría la ley orgánica de la
Universidad de Sonora. El 29 de octubre siguiente violaron la Ley Federal del
Trabajo y embargaron salario. Sencillamente no llegó el dinero para pagarnos la
segunda quincena de octubre. En los primeros días de noviembre nos cortaron la
corriente eléctrica en el campus universitario. Y varios meses después, en
abril de 1992, encarcelaron a doce universitarios con pretextos variados y en
la cárcel fueron hostigados y torturados por los presos comunes.
Es importante recordarlo
porque la magnitud de la agresión parece haberse borrado con el paso de las más
de tres décadas que han transcurrido desde entonces. Y si a eso se le agrega el
proceso de habituación (en el sentido del aprendizaje de las bacterias) a la
ley, por parte de quienes hacer treinta años protestaron contra esa
legislación, resulta que se pierde la perspectiva histórica del abuso que significó
contra la Universidad de Sonora, sus profesores, sus trabajadores y sus estudiantes.
La ocultación pretendida de los
hechos lo inunda todo. A partir de 1993, el discurso adulador de la rectoría
hacia las instancias del gobierno federal aumentó hasta el límite de distorsionar
la historia de los diez años previos de la Universidad de Sonora. El nuevo rector,
que tardó un año en saber dónde estaba parado, se dio cuenta que la institución
vivía un poderoso desarrollo académico en torno a su programa de formación de
profesores. Éste había sido logrado en 1985 por el Sindicato de Trabajadores
Académicos y no tenía comparación en todo el noroeste de México, sin embargo,
la rectoría empezó a presumir que tales avances se debían al respaldo de las
instituciones del Estado, soslayando que la gran cantidad de profesores
realizando sus postgrados no era otra cosa que el cumplimiento del Contrato
Colectivo con el Sindicato de Trabajadores Académicos. En la historieta
inventada por la rectoría, resultó que los árboles eran los que movían al
viento, como denuncié hace más de doce años:
A raíz de esta mentira
monumental, se empezó a tejer el discurso del éxito de la aplicación de la ley
4. Como veremos, esto es falso.
En esta contribución a mi blog
me centraré en demostrar algunos rasgos de la magnitud del fracaso que
significó aquella fantasía de un grupo de personas contratadas exprofeso para
redactar un proyecto de ley al gusto de la “modernidad y la eficiencia” que
pensaban que vendría.
El sueño del
equilibrio entre órganos unipersonales y cuerpos colegiados
En la exposición de motivos de
la ley 4 se puede leer, todavía, lo siguiente:
“En su texto se percibe un
cuidadoso equilibrio entre los órganos unipersonales de gobierno y los órganos
colegiados, de tal modo que la Universidad podrá evitar la arbitrariedad y el
autoritarismo, con lo que su funcionamiento estará regido por la participación
democrática, el consenso en la comunidad y el interés de mantener la calidad
funcionaria.”
Sin embargo, en el Artículo 25
agrega la semilla que terminó por dar al traste con el objetivo declarado. Se
trata de la décima facultad y obligación del Rector:
“Ejercer el presupuesto
general de la Universidad conforme a lo señalado en esta ley y en el reglamento
respectivo”.
Sobre la base de que quién
domina económicamente una institución logra dominarlo todo. Muy pronto quedó
evidente que en la ley 4 se colocó a una persona por encima de todos los demás,
de tal suerte que los integrantes de la Junta Universitaria pudieron ser
maiceados con viajes pagados, buenos hoteles y fotos opulentas para hacerlos
sentirse importantes.
Más de algún integrante de esa
junta, en su papel de investigador científico, se sintió agradecido por la
facilidad con que su laboratorio se veía respaldado con estudiantes becados por
“el señor rector” y que a él nada le costaban. Otros obtuvieron relaciones con
las que nunca habrían soñado si no hubiera sido por su relación cercana con la
rectoría. Amén, por supuesto, de que la selección de los integrantes de este
órgano de supuesto gobierno se realizó siempre cuidando que se tratara de
personas dóciles y agradecidas con la distinción de la que estaban siendo
objeto.
En esta circunstancia, la
rectoría pudo dominar a la junta por mecanismos simples que resultaron del
poder sobre el dinero otorgado por la ley.
Si la junta no logró trabajar
de forma autónoma en sus funciones, menos aún lo pudo hacer el Colegio
Académico. Un remedo de representación universitaria al que siempre se ha
llegado desde los Consejos Académicos y donde la representación de estudiantes
es decidida por el voto de todo el conjunto de integrantes. Es decir, directores
de división, jefes de departamento y profesores, votan para designar a los estudiantes
que irán (por cada unidad) como representantes al Colegio. Lo mismo ocurre con
los profesores, quienes son elegidos por la misma lista de autoridades.
Además, las siempre poco
numerosas y académicamente débiles unidades foráneas vieron incrementada su
importancia en el máximo cuerpo colegiado que la ley 4 ofrece a profesores y a
estudiantes. Durante mi participación en el Colegio Académico, desde 1998 hasta
2000, pude constatar que tanto los profesores como los estudiantes provenientes
de Caborca, Santa Ana y Navojoa, se mostraban felices de gozar de unos cuantos
días de asueto en “la capital”, pagados por el presupuesto universitario. Dormían
en hoteles y comían gratis en restaurantes.
Por su parte, los directores
de división y los vicerrectores se sentían como parte de la crema y la nata de
la dirección universitaria. Nunca hablaban, ni discutían, y mucho menos
preguntaban, pero siempre votaban a favor de lo que propusiera el entonces rector.
Son tres unidades las que
forman la Universidad de Sonora: Norte, Centro y Sur. Cada una tiene su consejo
académico y su representación ante el Colegio, pero en realidad, no representan
a nadie porque a nadie se deben. Tampoco informan ni consultan porque no
disponen de los medios para hacerlo.
Son once divisiones que
agrupan a los departamentos académicos. Se trata de un sistema burocrático
impuesto sobre los departamentos con el objetivo, en 1991 y 1992, de romper los
feudos que se habían formado en el sistema departamental. Es decir, la razón de
ser de la estructura divisional nunca fue académica ni las autoridades
comprendieron para qué servían.
Como buenos burócratas,
empezaron a inventar algo a lo cual dedicarse, y así, el presupuesto que antes
se ejercía desde los departamentos, empezó a ser trasladado a las divisiones.
Con eso generaron una cantidad
tan grande de burócratas, que los recursos que ellos se gastan permitiría
iniciar un bachillerato con cuando menos 800 estudiantes, atendidos por
profesores de tiempo completo de la categoría de Titular. Es decir, por personal
académico con doctorado y artículos científicos publicados.
El hecho anterior se lo
hicimos saber a la consejería jurídica del Gobierno del Estado de Sonora que
llegó al poder en septiembre de 2021.
Como consecuencia de este
crecimiento de la burocracia divisional, después del año 2000 se le ocurrió a
un rector que podía dirigir a la Universidad de Sonora con base en estos once
personajes seleccionados por él a través de ternas confeccionadas exprofeso
para ese fin. Así se libró de tratar con decenas de jefes de departamento y
coordinadores de programa condenados a hacer toda la talacha que la institución
necesita para funcionar, mientras los directores de división pasaron a
conducirse como si fueran sus jefes.
Esta acción de la rectoría
tuvo un fuerte efecto en su cada vez más grande aparato burocrático. Al grado
de que viene ocurriendo que los directores de ciertas dependencias ni siquiera
le toman la llamada telefónica a los jefes de departamento, pues ellos (ellas)
solamente hablan con directores de división o funcionarios de mayor alcurnia.
Puedo afirmar que en el año
2002, un director de investigación y postgrado me confesó que su puesto era tan
importante que él casi estaba al nivel del rector. “En el ámbito académico”,
aclaró.
Tampoco las jefaturas de los
departamentos defendieron el pequeño poder que les habían dejado por medio de
la ley 4. La selección de los jefes de departamento es tal que son una
importante colección de hombres y mujeres obedientes, buenos para seguir
órdenes, con un presupuesto propio que es casi ridículo, pero ellos están contentos
porque se acomodan en una oficina con dos o tres personas bajo su mando los
hace sentirse más importantes que el rincón de la Universidad en la que les
toca acatar las órdenes superiores.
Entre los jefes de
departamento y los coordinadores de programa se forma un conjunto de acción
rápida que es capaz de hacerle a la rectoría y a la vicerrectoría una aparente
muchedumbre que llena cualquier recinto universitario. Siempre que esta
autoridad necesite mostrar un buen montón de seguidores, basta con un correo
electrónico que los convoque a todos.
La oportunidad de grillar a
nivel divisional facilitó la conformación de conjuntos de jefes de
departamento, uno por cada división. Esto dio como resultado que en cada una de
las once divisiones tengamos, a su vez, once de estos grupos que se asocian o
confrontan con el director de división para facilitarle las mayorías que requiere
para imponer las decisiones locales.
¿Y los alumnos? ¿Y los
maestros?
En lo que se refiere a los
primeros, sus beneficios dependen de la capacidad que tengan para vender su
voluntad. Alguno por allí pudo viajar, para estudios por supuesto, nada menos que
hasta Nueva Zelanda. Otro más disfrutó de un año de beca en Canadá.
Todo lo anterior en ese
pequeño mundo que se logra percibir sin el ánimo de realizar una investigación
periodística.
Pero volvamos a las facultades
de la rectoría. Su facultad y obligación número 17 dice:
“Conocer y resolver sobre los
asuntos administrativos que no sean competencia de otro órgano de la
Universidad; …”
A raíz de la facultad número
diez, que ya presenté en párrafos previos, ésta resultó la fantasía más falsa
del sueño guajiro de los redactores de la ley 4 que se reunieron en 1991 en el
ahora plantel Ernesto López Riesgo del Colegio de Bachilleres de Sonora.
La realidad es que la rectoría
se mete en todo lo que le de la gana. Y ante el temor de verse caídos de la
gracia, todas las autoridades mencionadas en la legislación actúan como sumisos
burócratas al servicio de una especie de majestad local.
Va una anécdota como ejemplo
de la sumisión, antes de 1997 proliferó en la ciudad de Hermosillo una lista de
chistes atribuidos a personas de Navojoa. Son esos mismos que se cuentan acerca
de los gallegos, o que en Los Mochis platican sobre los habitantes de Guasave.
El caso es que al entonces jefe del Departamento en Física le gustaron y los
puso en sitio del naciente Internet de la Universidad de Sonora. La lista se
dispersó más allá de la ciudad y resultó que el vicerrector de la Unidad Sur se
sintió aludido y se molestó. Se comunicó con su amigo, entonces ocupante de la
rectoría, y éste mandó una orden fulminante para que eliminara esa lista de las
publicaciones. Evidentemente, el jefe asustado no tardó seis horas en obedecer.
El festival de
cambios
Iniciado el siglo XXI, la
junta designó como ocupante a otro elemento de la burocracia. Llegó con el
propósito de hacer modificaciones profundas, pero no decía de qué tipo. No se
disponía de un diagnóstico ni se dispuso nunca. A pesar de eso, un pequeño
conjunto de amigos personales de la rectoría caracterizados por un protagonismo
muy similar a la de su amigo el rector, impulsaron una serie de modificaciones
a todos los planes de estudio. Donde alguien se negó a proceder lo retiraron de
la comisión correspondiente, y así, empezó a tomar forma un esquema más
enredado que el anterior.
Como siempre ocurre con las
acciones de cambio curricular en manos de personas novatas, se introdujeron
muchas asignaturas nuevas, pero como siempre, llevaban la intención de abrir
espacios para colocar a los amigos, y a las amigas, en algún puesto de trabajo
debidamente remunerado.
Aparecieron los expertos en
educación que venían a enseñarnos cómo manejar nuestros procesos de
enseñanza-aprendizaje. Detrás de ellos no había más experiencia que la
oportunidad extendida por la rectoría de actuar a su gusto y a sus anchas. En todos
los casos privaba esa sensación de superioridad que tantas veces proporciona la
ignorancia.
Forzaron situaciones y se
apoyaron en el respaldo de la autoridad para imponer no solamente materias, sino
además, la forma en la que debían redactarse los programas educativos.
Su prepotencia no les permitió
comprender las especificidades de las distintas disciplinas. A diferencia de
los estudios serios sobre la enseñanza de la física, publicadas en revistas de
prestigio internacional, nos encontramos que la misma clase de modificaciones se
debían hacer para la carrera de física que para la de derecho o ciencias de la
comunicación. Quienes habíamos dedicado parte de nuestras vidas al estudio de
los enfoques para abordar o no cambios curriculares, nos sorprendimos al ver la
gama de medidas impulsadas. Todas generales y siempre con el convencimiento de
que así se debía proceder.
El enfoque de los amigos personales
del rector para impulsar los cambios nunca atendió a la naturaleza del personal
académico con el que sí se contaba. Se parecían a cierto director técnico del
América que, terminado el mundial de futbol de 1974, e impresionado por el accionar
de la naranja mecánica, intentaba que su equipo jugara como Holanda.
Otra característica de los
amigos del rector fue el convencimiento de que ellos poseían la verdad. A diferencia
de la forma cautelosa en que se procedió en el siglo XIX, cuando se estudiaban
rigurosamente las ecuaciones diferenciales, en que primero se trató de
demostrar si la solución existe, para enseguida encontrar bajo cuáles
condiciones se trata de una solución única, los poseedores de la verdad educativa
siempre estuvieron convencidos de que ellos tenían las respuestas y de que eran
las únicas posibles.
Como era de esperarse, el discurso
se separó de la realidad. El concepto de educación centrada en el estudiante
contempla la participación activa del alumno, pero el espíritu de la ley 4
continuó impidiendo que naciera y creciera la costumbre del estudiante para
participar.
El festival de cambios
introdujo, sin diagnóstico, nuevas asignaturas del área social que pasaron a
ser obligatorias para los estudiantes de física. Sus impulsores no adquirieron
un compromiso sobre los problemas de formación que serían resueltos con ellas,
imposibilitando de ese modo la oportunidad de evaluar su impacto en el futuro.
En el caso de la
licenciatura en Física, el nuevo plan de estudios trajo consigo la afectación
de los tan apreciados indicadores educativos: a) la tasa de retención de
estudiantes se desplomó de agosto de 2006 a agosto de 2007. Los porcentajes de
este índice tuvieron una brusca caída: de ser 83% en el año 2000), 90% en el
año 2002 y 95% en el año 2006, bajó a 47% en 2007.
El tiempo de los
estudiantes se llenó de horas en el aula y el uso de las bibliotecas tendió a
desaparecer para ser sustituido por presencia permanente en el centro de
cómputo. Algo insólito empezó a ocurrir entre los estudiantes de la
licenciatura en física: los errores algebraicos elementales aparecieron. El miedo
a pasar a realizar cálculos en el pizarrón se incrementó y el ritmo de
aprendizaje disminuyó en los cursos de semestres avanzados. A pesar de la
evidencia del fenómeno, nadie impulsó un estudio para averiguar con cuáles
contenidos académicos estaba siendo sustituida la consulta física de los
libros.
El cuadro se
completó cuando, desde la rectoría, se introdujo un sistema de tutorías
definido al gusto de los expertos contratados por la administración central. Tampoco
hubo ningún diagnóstico que permitiera saber cuáles eran los problemas que
estaban detectando y que pretendían resolver. Como actividad con puntos
asignados para las becas de estímulo al desempeño académico, el resultado de
las tutorías fue que se convirtieron en una simulación para ganar puntuación
susceptible de ser canjeada por recursos económicos.
Como parte de la
extensión de la burocracia se reglamentó pesadamente el sistema de servicio
social universitario. Su manejo salió de los departamentos y de las
coordinaciones de carrera para situarlos adscritos a las divisiones. Se asignó
personal dedicado al nuevo procedimiento, y como tenía que suceder, se
burocratizó dentro del viejo método de crear un problema para cobrar por resolverlo.
El tema también lo traté hace varios años.
La burocracia
La ley 4 incrementó
automáticamente el aparato burocrático. Donde no había directores de división,
ni vicerrectores, aparecieron con todo y una corte de colaboradores inventados
para pretextos varios. Sin embargo, después de 1993 la situación fue empeorando
de manera creciente, hasta el punto de que en la actualidad hay dos integrantes
del personal administrativo por cada académico. Esta relación de dos a uno nos
enfrenta a un mundo al revés, como puede leerse en el siguiente blog de Miguel
Castellanos Moreno:
http://temasdepoliticaconadjetivos.blogspot.com/2021/11/mas-funcionarios-que-profesores-en-la.html
Amén de sus sueldos, cuya
magnitud desconocemos. La absorción del presupuesto por parte de la burocracia
de la Universidad de Sonora es gigantesco. A continuación expongo algunos
ejemplos recientes.
En la gráfica anterior se
muestran los presupuestos de las dos unidades que tiene la Unidad Sur, con sede
en Navojoa (gajos rojo y azul). Mientras que éstas atienden a estudiantes, el
gajo negro de la Vicerrectoría consume una cantidad que compite y sangra a las
primeras.
En un esfuerzo personal por
entender de qué magnitud es la absorción del presupuesto administrativo, hice
una revisión del presupuesto que se llevan diez dependencias, ligadas a la
rectoría, que son completamente prescindibles.
Una de las flamantes
dependencias es la del Abogado General, que se gastará casi 9 millones de pesos
en el año 2022, pero no fue capaz de impedir que Radio Universidad de Sonora
perdiera su frecuencia de transmisión en Navojoa. Tampoco se sabe que ha hecho
algo para saber qué ocurrió con los extensos terrenos de la rastreadora
espacial de la NASA al este de la ciudad de Empalme. Este último tema lo toqué
con amplitud hace varios años:
El resultado de los gastos
excesivos son muy interesantes y lo muestro en el siguiente cuadro.
La cantidad de profesores de
tiempo completo de la categoría de Titular A que podrían ser contratados para
atender estudiantes y hacer investigación llega a 471.
¿De qué tamaño es ese número?
Primer dato: basta decir que es análogo a una de las dos grandes
empresas británicas cuyos investigadores estudian fenómenos físicos, químicos y
biológicos para el desarrollo de aparatos médicos de uso en los hospitales de
tercer nivel de todo el mundo.
Un segundo dato: entre 1919 y 1926 se desarrolló en Gotinga,
Alemania, la versión matricial de la teoría cuántica. Misma que permitió
desarrollar las teorías de semiconductores, los transistores y los ships, microchips
y nanochips de uso en toda la tecnología de la electrónica moderna. El instituto
de esa ciudad no sumaba, ni de lejos, la tercera parte de esos 471 doctores en
ciencias que se podrían contratar.
Tercer y último
dato: en los primeros meses de
2022 elaboré un proyecto que permitiría fundar, entre la Universidad de Sonora
y la Universidad Estatal de Sonora, un pequeño instituto de investigación sobre
desarrollo y absorción de tecnología sobre baterías de litio. Encontré que el
personal académico necesario ascendía a treinta doctores en ciertas ciencias
que pude detectar. Los 471 científicos que se podrían contratar si no existieran
esas diez dependencias supera por más de 15 al número que calculé.